A Luisito
Todos los escritos de nuestra columna son de naturaleza política o de corte social. La gran mayoría de los artículos que he publicado han sido escritos en primera persona del plural, guardando un estilo que he escogido por razones que no vienen al caso.
Hoy quiero desprenderme un instante tanto del espíritu político que ha sido regla en la Dimensión Ética, como del “nosotros”, para dedicarle unas líneas a alguien que nada tiene que ver con las instituciones y el diario vivir de la cosa pública. Dedico estas líneas a la memoria de mi amigo Luis Junquera.
Por aquellos años cursaba el primero de bachillerato en el Colegio Loyola. Siempre he sido una persona de muchos amigos y no importaba la edad de los estudiantes me gustaba relacionarme con ellos.
Fue cuando conocí a Luisito, un muchachito pícaro, tartamudo y alegre que contaba historias de España y jugaba a llevarse bien con todos. Sano, con un gran sentido del humor y espíritu de servicio, siempre que íbamos a algún cumpleaños o nos encontrábamos en las plazas de moda Luisito era el alma de la fiesta. Su carisma y personalidad eran agradables para todos.
Como buen inquieto, era desconcentrado en los estudios, sus compañeros de clase cuentan que en los exámenes “reprobaba porque era gago y no podía preguntar.” Jugaba al fútbol a diario y lo hacía muy bien cuando representaba al colegio frente a otros equipos en torneos intercolegiales. Junquera era devoto de María, asiduo del Movimiento de Vida Cristina (MOVIC) que dirigía el padre Antonio Altamira en la academia jesuita.
De pronto comenzó a perder la voz. Su jocoso tartamudeo dejó de existir. Luego empezó a disminuir capacidad en la movilidad de sus extremidades.
Sus familiares, en desesperación, acudieron a distintos lugares en busca de un diagnostico. Nadie daba en el clavo y su situación empeoraba. Duró más de tres años en ese proceso degenerativo.
Hace unos meses lo vi salir de su casa en el asiento delantero del vehículo de su madre. Su cabeza no se sostenía. Miraba hacia abajo con aire angelical y su delgadez era extrema. Aquel cuadro me enterneció. Me apenaba mucho que una persona de su carácter, de su energía estuviera condenado a vivir aislado en esas condiciones.
La semana pasada me dieron la triste noticia de su partida. Dicen que tenía el Síndrome de Guillian–Barre, un trastorno en el sistema inmunológico que ataca parte del sistema nervioso periférico que se lo llevó con tan sólo diecinueve años.
Hoy la nostalgia hace casa en mi cabeza y me invita a escribir estas líneas. Quizás fuera de base, por la naturaleza del medio y la temática de la columna. Pero no podía dejar pasar la despedida a un ser humano excepcional, a un amigo que sólo conoció el bien y que pasó por el mundo a regarlo de sueños y de sonrisas. Quiero despedirle recordando los versos que dedicara Miguel Hernández a su amigo Ramón Sijé. Adiós Luisito.
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